jueves, 26 de julio de 2012

Doña Catalina




       Mire, si usted me pregunta, yo le doy mi opinión: esas chicas, Marcela Núñez y  Cristina Ramírez, se conocían desde hace muchos años. También sé que juntas fueron a la escuela primaria, a la secundaria y al viaje de egresados.

            Eso es todo lo qué sé. Y lo sé porque me lo contaron ellas mismas cuando se mudaron al cuartito del fondo, ese que arreglé para alquilar y así ganarme unos pesitos. Me dijeron que eran amigas. Del interior. No recuerdo si de Chacabuco o de Chascomús. A mí edad las cosas se confunden. Mí nieta siempre me dice: “abuela no se dice almóndiga, se dice…”, bueno a mí no me sale, yo sigo diciendo almóndiga, aunque ella se enoje.

            Le decía, Marcela, la más alta de las dos, era rubia, tan rubia que el pelo parecía blanco, casi tan blanco como el mío, aunque el mío es por las canas, en cambio el de ella era blanco de tan rubio. Era la más charlatana y la más educadita. Digo porque siempre saludaba: “Buenos días señora, adiós doña Catalina”. Así siempre. Cuando llegaban o cuando se iban. La otra, Cristina, era más calladita. De pelo cortito. Siempre de pantalón. En todo el tiempo que vivieron aquí nunca la vi con pollera. A la otra sí, a Marcela sí, se ponía unas minifaldas que madre de todos los Santos. No digo que Cristina no era educadita, pero como siempre se tiene más afinidad con unas personas que con otras. Y la verdad a mí me caía mejor Marcela. Cosas de vieja, ¿no?

            Tiempo después le confesaron a doña Luisa, la mujer que tiene un almacencito en la otra cuadra, pobre mujer la dejó el marido con dos chicos chiquitos, vio que cuando un hombre se calienta con una piba no le importa nada. Le decía que le dijeron que eran primas y que vinieron a Buenos Aires a estudiar. Esto lo sé porque me lo contó ella, doña Luisa, ¿me explico?
            Pancho, el carnicero, que entre nosotros le cuento que tiene una carne de primera y muy barata, yo le compro hace años. Le decía que siempre me decía que para él andaban en algo raro. “¿Raro, como qué?”, le pregunté. “Raro, usted me entiende doña Catalina”. La verdad yo no lo entiendo...
            Un día me puse a observarlas con mayor atención. Por ejemplo a qué hora salían, a qué hora volvían, si salían solas o las venía a buscar alguien. Qué se yo…, detalles, ¿vio? Yo no ví ni oí nada extraño. Salvo una tarde que llegaron tomadas de la mano. Pero eso no tiene nada de extraño. Con doña Olga, pobrecita que tiene las piernas duras y los médicos no le encuentran nada, estos doctores de ahora no saben nada. A mí me atiende el doctor Wash, ese sí que sabe, pero los demás…,le decía que cuando vamos a misa con doña Olga nos tomamos del brazo. Es que nos da miedo caernos en la calle. ¿Se imagina el  papelón que haríamos las dos despatarradas en el piso? Ella por sus piernas, yo con mis mareos. El doctor Wash dice que puede ser la vista, o la cervical, o la presión, la cosa es que yo vivo mareada.
            O esa otra noche cuando pasé por el cuartito, después de colgar unas medias en el fondo, y  las oí hablar de una tijera. Estuve a punto de golpearles la puerta y ofrecerles una, pero me contuve. No quería que dijeran que soy una vieja metida. Al día siguiente no aguanté y les pregunté si se habían arreglado sin la tijera, se miraron y se rieron: “Gracias doña Catalina, ya nos arreglamos, por suerte encontramos una”, me dijo la más linda, Marcela. Y se volvieron a reír.
            Siempre andaban juntas. Y solas. Rara vez se las veía con alguien. Se ve que aquí no tenían parientes, ni amigos.
Ahora que me acuerdo, una vez vinieron con un hombre. Un tipo más grande que ellas. Muy buen mozo. Alto, canoso y muy bronceado. Me hizo acordar a mí Adalberto, mí marido, era zapatero, ¿sabe?, pobre, que Díos lo tenga en la gloria. Estacionó el coche acá enfrente. Qué lindo auto. Negro. Debe haber sido cocinero o algo por el estilo porque cuando fui para el fondo, al gallinero a buscar unos huevos, oí que hablaban de tortas y tortillas y se reían mucho. Especialmente Marcela que tenía una risa muy particular, como el ruido que hacen las hienas, ¿me explico?
            Esa fue una de las últimas veces que las vi.
Ayer Cristina se tiró abajo del tren. Pobrecita. Parece que vio o escuchó algo que no le gustó. Eso dicen en el barrio, pero vio como es la gente, siempre hablando al cuete.
            ¿La otra?, ¿Marcela? Está destruida. Me comentó que se vuelve a su pueblo, que no quiere saber más nada de Buenos Aires, ni de los hombres, ni de nada.
            Bueno oficial, ¿alguna otra pregunta? ¿No? Entonces lo dejo, cualquier cosita que necesite ya sabe dónde encontrarme. Tengo que ir a comprar el pan, esta Laura es terrible, Laura es la panadera, a la una en punto baja la cortina y sí te he visto no me acuerdo...
      


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miércoles, 11 de julio de 2012

El hombre que espera


Aquel domingo, Juan Carlos se despertó más temprano que de costumbre. Salió de la habitación sin hacer ruido y se dirigió al baño.
El resto de la casa aún dormía.
Ya en el baño y luego de lavarse la cara, se sintió más despabilado. Se afeitó y se arregló prolijamente el bigote, luego limpió la navaja, la brocha, la tijera y las guardó en el último cajón.
Abrió la ducha y se desvistió frente al espejo. Ya desnudo, en su pubis un vello distinto al resto le causó gracia, mirá vos a tu edad, pensó, mientras entraba en la bañera.
El agua tibia cayó sobre su cuerpo y lo relajó. Estaba ansioso y la ducha lo tranquilizaba.
Mientras se secaba con esmero la cabeza, la espalda, las piernas y los pies, se acordó del intruso en su pubis. Estuvo a punto de eliminarlo de su vida, pero desistió, después de todo no se notaba tanto.
Se vistió lentamente. La noche anterior había elegido cuidadosamente la ropa que se pondría.
Cuando estuvo listo, abrió la puerta del baño tratando de no hacer ruido y se dirigió a la cocina. Allí, Rosa ya tenía listo el desayuno. La saludó con un beso en la mejilla y le susurró algo al oído. Ella lo miró y sonrió.
Luego se sentó a la mesa, mientras ella le servía una taza de café con leche junto con unas tostadas recién preparadas.
- ¿Dulce de leche y manteca? - preguntó Rosa.
- Sólo manteca - respondió él. El dulce de leche no le caía bien y quería estar liviano.
Rosa le alcanzó el diario y fue a preparar el desayuno para el resto de los habitantes de la casa, que en cualquier momento se levantarían.
Él tomó el desayuno en silencio, mientras leía la sección de deportes del periódico. Se aseguró del horario del partido: a las cinco.
Ricardo quedó que pasaría a buscarlo para ir juntos a la cancha. Faltaba tanto.
Releyó la formación. Otra vez habían puesto a ese pibe que jugaba de nueve. A él no lo convencía, pero a la gente le gustaba y encima hacía goles.
Luego leyó el horóscopo, en sorpresa decía: un día muy especial. Claro que lo sería, pensó.
Cuando terminó el desayuno, juntó la taza y el plato con tostadas y los llevó a la mesada, guardó la manteca en la heladera y se fue para el living con el diario.
El resto de la casa se fue levantando. Rosa con diligencia les fue sirviendo el desayuno a medida que llegaban a la cocina.
Ángel fue al living, donde estaba Juan Carlos. Eran casi las diez. En la cocina, las mujeres ayudaban a Rosa a preparar el almuerzo.
Como todos los domingos comerían ravioles, a todos les gustaba el tuco que Rosa preparaba.
A la una en punto todos estaban ubicados para almorzar. Comieron despacio, en silencio.
Cuando terminaron el postre y el café, exactamente a las tres, sonó el teléfono.
Fue Rosa la que atendió:
- Geriátrico “La casona”, ¿quién habla?
Una voz de hombre pidió por Juan Carlos.
- Ya lo llamo, un segundito.
- Juan Carlos, teléfono - gritó Rosa desde el living.
- ¿Quién es? - preguntó él desde la cocina.
- No sé, me parece que es tu hijo.
Juan Carlos sintió que el corazón le latía más y más fuerte.
- Hola, ¿Ricardo, sos vos?
- Sí papá, soy yo, Ricardo.
- Hola hijo, ¿ya venís a buscarme?

Unos minutos después  Juan Carlos volvió a la cocina. Las manos le temblaban. En sus ojos quedaban rastros de haber llorado.
Les pidió disculpas a todos, y se fue a su habitación.
- Otra vez lo dejó cambiado y sin salir - comentó Ángel, cuando Juan Carlos ya se había retirado.
- Nunca tienen tiempo para nosotros…
- ¿Jugamos un partidito de chinchón? - preguntó Angel a los que todavía estaban sentados a la mesa.
- Yo me prendo - le contestó Norma secando un plato.
Mientras tanto, Juan Carlos se desvestía en su habitación. Colgó el saco, los pantalones, la camisa y la corbata en el roperito. Buscó la camiseta de River y se la puso.
Del cajón de la mesita de luz sacó la vieja radio “Spica” y se acostó.
La voz del relator les daba la bienvenida a todos los hinchas de River y anhelaba un gran triunfo del equipo “Millonario”.
En su mente los recuerdos fueron pasando como una vieja película en blanco y negro. Él de jugador, con la banda roja cruzándole el pecho. Sus tardes de gloria, junto a los demás integrantes de aquella famosa delantera. El público ovacionándolos desde las tribunas. Las banderas. Los gritos.
Un rato más tarde, cuando el sueño le estaba ganando la batalla, la voz del relator lo sacó de ese sopor: Goooool  de Riiiiiver.
El pibe ese que jugaba de nueve, y que, a Juan Carlos no le gustaba, les daba el triunfo, nuevamente, en el último minuto.
Besó la camiseta.
Tal vez el próximo domingo Ricardo tendría tiempo, pensó, y se durmió.