sábado, 22 de diciembre de 2012

El gran amor de Roberto Robledo



El despertador, como cada mañana, sonó a las seis. Roberto Robledo lo apagó con bronca, con excesivo rencor.

Y, también como cada mañana, ella lo abrazó y le susurró, casi como una súplica, al oído:

- Quedate cinco minutos más.

Él dudó un instante. La acarició muy despacio y con la voz rugosa, después de una noche de sueño, dijo, mientras se levantaba:

- No puedo, acordate lo que pasó la última vez que me quedé, por poco me echan de la fábrica.

Roberto Robledo se vistió en silencio y fue al baño. Por un momento estuvo tentado de volver con ella. El agua fría lo despabiló y la idea se fue por el desagüe. 

Cuando pasó por la habitación, desde la puerta y sin prender la luz murmuró:

- Nos vemos más tarde.

Ella no contestó. Se quedó en silencio, sola, en la penumbra del cuarto.

A la noche Roberto llegó cansado, el día había sido largo. Luego de cenar  y de ver algo en televisión, se fue a acostar. Ella lo estaba esperando. Estaba impecable. Se abrazaron, se acurrucaron y el sueño no tardó en llegar.

Por la mañana repitieron la rutina: el despertador, la petición de ella para que se quede, la  negación de Roberto, la despedida.

Y al día siguiente, y al otro y al siguiente.

Así pasaron los días, los meses, los años. Se sentían cada vez más unidos. Sin exigencias, ni de un lado ni del otro. Ella en silencio. Él disfrutando de los momentos compartidos.

Un día de fines de mayo, Roberto Robledo, volviendo en tren de la fábrica conoció a Mónica Montero, una morocha de ojos almendrados y labios sugerentes.

Fue de casualidad. Ella se sentó a su lado y se puso a leer “El Capital” de Marx. Dos estaciones más adelante, él se animó y le preguntó:

- Complicado ¿no?... el libro, digo.

Ella lo miró por sobre los lentes que descansaban en la punta de su nariz  y le respondió:

- Trato, no es para nada sencillo, pero me tiene atrapada. ¿Lo leíste?

- Lo empecé tres veces y las tres lo abandoné.

Mónica intentó una especie de síntesis, le contó algo de la vida de Marx y del contexto en el que fue escrito.

Roberto la oía con atención. Lo atraía su forma de decir, de expresarse, de gesticular.

En cambio ella, que venía de arrastrar un par de frustraciones amorosas, sintió un poco de temor ante esta situación.

El destino y ellos hicieron que los viajes se hicieran frecuentes, placenteros, literarios.

Él regresaba a su casa como siempre, en su semblante jamás demostró lo que empezaba a sentir por Mónica.

Ni siquiera ella, que esperaba su regreso durante el día, las noches, los ponientes y las madrugadas, notó algo distinto en él. Sólo esperaba su vuelta para abrazarlo, cuidarlo, sentirlo.

La rutina no se modificó: el despertador, el ruego de ella, la negación de él, el baño, la despedida…



Dos meses después de conocer a Mónica, Roberto la invitó a su casa.

Cuando el timbre sonó ella estaba, como siempre, en el dormitorio. Sabía que ese era su lugar, su mundo.

Luego de unos mates y terminar de analizar “El Capital”, Roberto tomó a Mónica de las manos. Sintió la piel cristalina de sus manos entre las suyas. La miró fijo a los ojos y ensayó un beso. Ella  no se resistió. Unos minutos más tarde él le propuso ir al dormitorio.

Cuando la puerta se abrió, le dijo a Mónica:

- Ella es de quien tanto te hablé.

- Es como me la imaginé - dijo ella - ¿pensás que le caigo bien?

- No tengo dudas que sí.

Roberto Robledo y Mónica Montero se acostaron  y los tres hicieron el amor.

A la mañana siguiente el despertador sonó a las seis como siempre.

Él lo apagó con bronca, con el mismo rencor de cada mañana.

Mónica lo abrazó y le susurró al oído:

- Quedate un ratito más.

Ella también se lo pidió.

- Cinco minutos, nada más – era como si ambas se hubiesen puesto de acuerdo.

Roberto no dijo nada, se puso de pie y comenzó a vestirse, luego fue al baño.

Cuando pasó por la habitación, desde la puerta y sin prender la luz dijo:

- Nos vemos a la noche.

Ninguna de las dos contestó.

Así, en silencio, permanecieron abrazadas y acurrucadas por lo menos una hora.

Cuando Roberto llegó del trabajo, encontró un papel sobre la mesa de la cocina que decía:

                                                

Fijate si te gusta como quedó.

                                                                      

                                           Un beso.

                                            Mónica.

jueves, 13 de diciembre de 2012

El 9



Parado frente al viejo club,  recuerdo las más lindas horas de mi adolescencia, allá por la década del ochenta.

Unos años antes, más precisamente en 1962, según constaba en los registros de la época, había llegado  aquel grupo de fenómenos  para defender los colores de nuestra institución. Los más memoriosos contaban, mientras se tomaban una copita, que entraron los once juntos, todos pulcramente vestidos, todos igualitos, todos tan callados  y que, en pocos partidos, se ganaron la simpatía de los que frecuentaban el lugar.

También decían que, como en todo equipo, no faltaba la gran figura, y ese era, sin duda, el número  9. Si me parece que todavía lo veo moverse con sus pantaloncitos cortos, ajustados, bien al cuerpo, y esas medias tan perfectas y alineadas bajo las rodillas, que todos admirábamos tanto. Corpulento, de movimientos toscos, parecía estar parado en el medio de la delantera, como un árbol en medio del bosque, pero a pesar de eso no paraba de hacer goles.

Era frecuente escuchar que estaba un tanto distanciado de sus dos wines, que,  a pesar de ello, lo abastecían para el gol. Con los volantes la única relación que tenía eran los pases que le daban para que él terminara la jugada dentro del arco contrario. Con los defensores directamente no tenía diálogo y con el arquero tenía una pica especial. Lo tildaba de petiso para el puesto y de tener poca movilidad debajo de los tres palos. Si hasta en más de una oportunidad lo acusaba de no tener manos. A estas ofensas el guardavalla decía de él que era de madera y que tenía menos movilidad que una palmera en medio del desierto.               

Pero el 9 le cerraba la boca a todos haciendo lo que mejor sabía: goles.

A lo largo del tiempo, es decir mientras que estuvo en el club, recibió muchos apodos. Los más veteranos le decían “La Fiera”, por el gran Bernabé; los de la generación de mi padre, “El Nene”, por Sanfilipo; los de mi edad, “Pelado”, por Ramón, y los más jóvenes, “Titán”, por Martín Palermo. Pero la mayoría lo conocíamos como “Madera” o “Tronco”, por su manera de acomodar el cuerpo como si fuera una tabla.

Aquel 9  le dio al club grandes satisfacciones. No importaba quién condujera el timón del equipo desde fuera de la cancha, a todos les cumplió con goles.

Tuvo alguna que otra racha mala, y siempre se hablaba de su posible reemplazo, pero siempre era él quien terminaba comandando la delantera.

Hubo épocas tan buenas que la cancha quedaba chica, venían de todos lados para verlo jugar. Fueron momentos gloriosos para él, para el equipo, y para todos los del club.

Si hasta doña Pepa, la bufetera, dejaba de atender para verlo jugar. Ella no era la única mujer que era atraída por sus goles. Mi vieja, por ejemplo, más de una vez, cuando venía a buscarnos al club a mi viejo o a mí, se prendía a ver el partido.

Todo era alegría hasta que un sábado, algo lluvioso  y gris, muy cerca del mediodía, fui hasta el club a jugar una partidita de tute con los pibes, antes de almorzar. Al llegar vi un camión estacionado en la puerta que me llamó la atención. Cuando entré, cuatro flacos con ropa de laburo estaban levantando el metegol.

-¿Qué están haciendo?-  les pregunté.

Ninguno me respondió.

-Son órdenes del nuevo presidente –  dijo, detrás del mostrador, doña Pepa.

-¡Qué se piensa!-  grité.

Mauricio Martínez, el nuevo presidente, era un pendejo ricachón. Ganó las elecciones por un par de votos a don Carlos, quien fuera presidente por más de cuarenta años. La cosa es que este Mauricio puso plata y prometió modernizar el club, poner juegos electrónicos y no sé cuantas otras boludeces más, y los ignorantes de siempre le creyeron y lo votaron.

Entre otras cosas había dado la orden de sacar el metegol, ése que le había dado tantas alegrías al club y junto con él se iba, también, nuestro  querido número 9.

Cuando me descuidé los cuatro monos habían levantado el metegol y lo llevaban para el camión.

Corrí tras ellos.

-¿Dónde lo llevan? ¿Qué van a hacer con él?-  les pregunté.

El que parecía estar a cargo me respondió:

-Lo llevamos a la fábrica para reacondicionarlo, lo pintamos, le cambiamos los arcos…

-¿Y con los jugadores qué hacen?-  lo interrumpí.

-Estos de madera no sirven más, ahora le ponemos unos de plástico y les pintamos camisetas de equipos europeos.

-¿Me puedo llevar al 9?

El flaco me miró sorprendido.

-Sí, por supuesto, ¿cuál de los dos?-  me preguntó.

-El que tiene la camiseta de nuestro club-  respondí.

-¿El de la camiseta rayada?

-Sí-  dije tímidamente.

Con un rápido movimiento sacó la varilla del metegol  y sacó al wing izquierdo.

-Acá tenés-  me dijo, tomando al muñequito de la cabeza.

-Ese no, el 9–  le dije, con un tono acongojado.

-Pero si son todos iguales-  dijo fastidioso.

-Para mí no.

Puso cara de qué grandote boludo sos, sacó al 9  y me lo entregó.

Primero besé al muñequito que tantas alegrías me había dado, luego lo apreté fuerte en mi puño y, finalmente, lo guardé en el bolsillo del pantalón.

Los cuatro tipos subieron el metegol al camión.

No recuerdo haberles agradecido. Me dí media vuelta y empecé a caminar para mi casa. En el camino me largué a llorar como un chico.