El
despertador, como cada mañana, sonó a las seis. Roberto Robledo lo apagó con
bronca, con excesivo rencor.
Y,
también como cada mañana, ella lo abrazó y le susurró, casi como una súplica, al
oído:
- Quedate
cinco minutos más.
Él
dudó un instante. La acarició muy despacio y con la voz rugosa, después de una
noche de sueño, dijo, mientras se levantaba:
- No
puedo, acordate lo que pasó la última vez que me quedé, por poco me echan de la
fábrica.
Roberto
Robledo se vistió en silencio y fue al baño. Por un momento estuvo tentado de
volver con ella. El agua fría lo despabiló y la idea se fue por el desagüe.
Cuando
pasó por la habitación, desde la puerta y sin prender la luz murmuró:
-
Nos vemos más tarde.
Ella
no contestó. Se quedó en silencio, sola, en la penumbra del cuarto.
A la
noche Roberto llegó cansado, el día había sido largo. Luego de cenar y de ver algo en televisión, se fue a acostar.
Ella lo estaba esperando. Estaba impecable. Se abrazaron, se acurrucaron y el sueño
no tardó en llegar.
Por
la mañana repitieron la rutina: el despertador, la petición de ella para que se
quede, la negación de Roberto, la
despedida.
Y al
día siguiente, y al otro y al siguiente.
Así
pasaron los días, los meses, los años. Se sentían cada vez más unidos. Sin
exigencias, ni de un lado ni del otro. Ella en silencio. Él disfrutando de los
momentos compartidos.
Un
día de fines de mayo, Roberto Robledo, volviendo en tren de la fábrica conoció
a Mónica Montero, una morocha de ojos almendrados y labios sugerentes.
Fue
de casualidad. Ella se sentó a su lado y se puso a leer “El Capital” de Marx. Dos estaciones más adelante, él se animó y le
preguntó:
- Complicado
¿no?... el libro, digo.
Ella
lo miró por sobre los lentes que descansaban en la punta de su nariz y le respondió:
- Trato,
no es para nada sencillo, pero me tiene atrapada. ¿Lo leíste?
- Lo
empecé tres veces y las tres lo abandoné.
Mónica
intentó una especie de síntesis, le contó algo de la vida de Marx y del
contexto en el que fue escrito.
Roberto
la oía con atención. Lo atraía su forma de decir, de expresarse, de gesticular.
En
cambio ella, que venía de arrastrar un par de frustraciones amorosas, sintió un
poco de temor ante esta situación.
El destino
y ellos hicieron que los viajes se hicieran frecuentes, placenteros,
literarios.
Él regresaba
a su casa como siempre, en su semblante jamás demostró lo que empezaba a sentir
por Mónica.
Ni
siquiera ella, que esperaba su regreso durante el día, las noches, los ponientes
y las madrugadas, notó algo distinto en él. Sólo esperaba su vuelta para
abrazarlo, cuidarlo, sentirlo.
La
rutina no se modificó: el despertador, el ruego de ella, la negación de él, el
baño, la despedida…
Dos
meses después de conocer a Mónica, Roberto la invitó a su casa.
Cuando
el timbre sonó ella estaba, como siempre, en el dormitorio. Sabía que ese era
su lugar, su mundo.
Luego
de unos mates y terminar de analizar “El
Capital”, Roberto tomó a Mónica de las manos. Sintió la piel cristalina de sus manos entre las suyas. La miró
fijo a los ojos y ensayó un beso. Ella no
se resistió. Unos minutos más tarde él le propuso ir al dormitorio.
Cuando
la puerta se abrió, le dijo a Mónica:
- Ella
es de quien tanto te hablé.
- Es
como me la imaginé - dijo ella - ¿pensás que le caigo bien?
- No
tengo dudas que sí.
Roberto
Robledo y Mónica Montero se acostaron y
los tres hicieron el amor.
A la
mañana siguiente el despertador sonó a las seis como siempre.
Él
lo apagó con bronca, con el mismo rencor de cada mañana.
Mónica
lo abrazó y le susurró al oído:
- Quedate
un ratito más.
Ella
también se lo pidió.
-
Cinco minutos, nada más – era como si ambas se hubiesen puesto de acuerdo.
Roberto
no dijo nada, se puso de pie y comenzó a vestirse, luego fue al baño.
Cuando
pasó por la habitación, desde la puerta y sin prender la luz dijo:
- Nos
vemos a la noche.
Ninguna
de las dos contestó.
Así,
en silencio, permanecieron abrazadas y acurrucadas por lo menos una hora.
Cuando
Roberto llegó del trabajo, encontró un papel sobre la mesa de la cocina que
decía:
Fijate si te gusta como
quedó.
Un beso.
Mónica.