Hace tres días con sus noches
que llueve. La tierra es cada vez más barro. En los cordones de la calle el
agua corre desembocando quién sabe dónde. Las veredas están llenas de charcos y
hay que caminar por ellas como gorriones, dando saltitos para no mojarse los
pies.
A esta altura ya no se
sabe si el agua cae del cielo o brota del piso. Los autos salpican, los
paraguas no cubren, los techos no alcanzan.
Por suerte me encuentro a
salvo. Estoy sentado en la mesa de un bar observando el espectáculo. Me agrada
observar. No me gusta ser observado.
De chico siempre soñé con
ser invisible, que pudiera ver y que no me vieran, como ese personaje creado
por George Wells.
Cuántas cosas podría
haber visto. De cuántas me habría enterado. De cuántas me hubiera sorprendido:
un vestuario femenino, una habitación donde se toman decisiones importantes, el
lugar donde se acuerda el número que ganará la lotería, una sala de tortura
para conocer la cara de los asesinos.
Probablemente habría
sabido a tiempo que la tía Beba engañaba al pobre tío Juan. O que al primo
Héctor le gustaban los hombres. O que mi cuñada María, la hermana de mi mujer,
se acostaba con su cuñado Cacho.
Pero no lo logré. Intenté
miles de métodos. Busqué información. Hablé con médicos, con físicos, con
químicos, pero nada.
Probé distintas fórmulas.
Tomé los más diversos preparados. Busqué plantas que sirvieran a tal efecto. Viajé
a distintos lugares, los más remotos. Seguí pistas e indicios, pero todo
terminaba en fracaso.
Lo más cerca que estuve
fue allá por 1970. Fue en Misiones, más precisamente en un pueblo llamado
Puerto Piray.
La casualidad me llevó a
conocer a Rosaura, una mujer tan atractiva como el bar que ella misma atendía.
Llovía tanto o más que ahora y, tratando de protegerme del agua, entré.
Los dos o tres
parroquianos que estaban bebiendo caña se dieron vuelta al oír la puerta que se
abría. Rosaura sonrío y me invitó a acercarme al mostrador.
-Está todo mojado – me
dijo con una voz mezcla de cantante de opera y colegiala.
-¿Podría pasar al baño
así me seco? – le pregunté.
- Al final del pasillo,
la puerta de la izquierda. Tenga cuidado con las arañas – me advirtió –
mientras le preparo algo caliente para tomar.
En menos de diez minutos
estaba sentado frente a ella y una taza de café mezclado con canela y alguna
otra cosa que le daba un sabor especial. Quise averiguar qué era esa otra cosa,
pero Rosaura me respondió que era un secreto familiar. No insistí.
Un par de horas después
la lluvia cesó. Los parroquianos se fueron y con Rosaura ya éramos como dos
viejos amigos que hace tiempo no se ven.
Me preguntó qué andaba
haciendo por esos lugares. Le respondí que estaba buscando unas plantas, que
era biólogo, mentí.
Quiso saber qué clase de
plantas y si podía ayudarme a encontrarlas.
Le mostré una foto sacada
de un libro de botánica que tomé prestado de la biblioteca Moreno. Al ver la
foto me dijo que ella sabía dónde podía hallarla y que si no tenía apuro cuando
cerraba me acompañaría a buscarla. Le dije que me encantaría. Me sirvió más
café y me convidó con una torta de chocolate y frambuesas, que ella misma había
preparado.
A eso de las dos de la
tarde se dispuso a cerrar, la ayudé a acomodar las mesas y a lavar algunos
vasos.
- Listo – me dijo -
¿vamos?
Cuando salimos la lluvia
volvió a perseguirme.
- ¿Es lejos? –le
pregunté.
- Unas diez cuadras, ¿te
molesta caminar bajo la lluvia?
- Un poco, en realidad no
me gusta, pero bueno, todo sea por la botánica.
Dos cuadras más adelante
el pueblo se terminó, lo mismo que la lluvia.
Nos adentramos en una especie de selva tupida, oscura, silenciosa.
Rosaura me tomó de la mano y me condujo por una serie de senderos que
seguramente sólo ella conocía. De golpe se abrió un claro y apareció una
cascada que descargaba su furia en un espejo de agua.
- Llegamos – me dijo.
El sitio era magnifico,
al punto que por un instante la belleza de Rosaura se vio opacada. Mis ojos se
abrieron de tal manera que Rosaura me preguntó si algo me sucedía.
- Nada, nada – atiné a
contestarle – jamás pensé que existía un lugar así.
Caminamos bordeando la
cascada hasta la pequeña olla donde el agua era depositada. Junto a ella crecía
gran variedad de plantas que variaban desde el verde más claro a uno tan
intenso que casi no se diferenciaba del color negro.
Rosaura se agachó frente
a una que tenía las hojas alargadas parecidas a las del laurel, pero más
claritas y unas flores de color rosa que se abrían en varios pétalos.
- Es ésta – dijo sin dudar.
Yo saqué el libro y las
comparé. Era exactamente igual a la de la foto.
- Se llama peonía – me dijo
Rosaura – crecen por lo general en lugares tropicales y donde hay abundante
agua, ¿te gusta?
Estuve a punto de contestarle
que no sabía qué era lo que más me gustaba, si la planta, el lugar o ella. No
me dio tiempo, antes que pudiera responderle me estaba besando. Su boca abarcó
toda mi boca y antes que alguno de los dos pudiera reaccionar, estábamos
desnudos sobre la hierba, junto a la caída de la cascada. Hicimos el amor. Perdimos
la noción del tiempo. Pudieron ser minutos, tal vez horas. Cuando nuestros
corazones recuperaron el ritmo normal y el sudor de nuestros cuerpos
desapareció, Rosaura me preguntó:
- ¿Para qué buscas esta
planta?
Yo sentí que la cara se me
encendía. Me debo haber puesto tan rojo como un hierro incandescente.
Ella insistió.
Yo sin atreverme a mirarla a
los ojos le respondí:
- Quiero hacerme invisible.
De pronto el rostro de
Rosaura palideció. Estás loco, no lo intentes, me dijo. Se paró de golpe y
comenzó a vestirse. Yo la imité.
- ¿Por qué decís que no lo
intente?
- No quiero hablar del tema,
si hubiera sabido para qué querías la planta no te traía.
Por primera vez desde que la
conocía, unas horas apenas, su voz sonaba seria, seca, como la de una madre
reprendiendo al hijo.
Después de decir esto, empezó
a caminar por donde habíamos llegado.
Yo la seguí. A mitad del
camino me di cuenta que no había arrancado la planta que fui a buscar. Regresé
por ella. Una vez que la tuve en mi poder, apresuré el paso para alcanzar a
Rosaura. Lo logré recién en el extremo superior de la cascada. La tomé de un
brazo y la atraje hacia mi cuerpo.
- Qué te pasa, por qué decís
que estoy loco, que no lo intente.
Ella bajó la vista. Unas
lágrimas como pequeños cristales le asomaron en los ojos. Me abrazó muy fuerte
y me susurró al oído: “Haceme caso, no lo intentes, yo sé porqué te lo digo”,
luego me besó con más ímpetu que la primera vez.
Recorrimos el camino de
vuelta sin decir una palabra. Al llegar a la selva comenzó a llover. Cuando
entramos en el bar los dos estábamos empapados. Rosaura prendió un hogar a
leña, nos quitamos la ropa, que pusimos a secar, y nos sentamos frente al
fuego. Intenté besarla pero me rechazó. Las llamas iluminaban su rostro, sus
pechos, su pubis. Ahora, frente al fuego, la encontraba más bella, más sensual.
Sus labios eran una tentación para ser besados. Lo volví a intentar y justo
antes de lograrlo ella habló:
- Mí padre lo consiguió, se
hizo invisible y nunca más supimos de él. En ese entonces yo tenía nueve o diez
años. Ya hacía algunos años que lo veía con plantas que mezclaba con líquidos
de colores extraños. Y probaba, y fracasaba. Y volvía a probar, y volvía a
fracasar. Hasta que un día lo vi regresar de la cascada, traía una planta con
flores rosas. Una peonía. Entró en el galponcito del fondo y nunca más lo
vimos. Mi madre y mi abuela sabían en qué andaba, así que no se sorprendieron.
Fueron al galpón, le hablaron a la nada, pero no obtuvieron respuesta. Pensaron
que en algunas horas él volvería a materializarse. Llegó la noche y el otro día
y el siguiente. Nunca volvió.
Jamás hablamos sobre lo que
sucedió. Mi abuela murió días después y mi madre al año siguiente. Yo me quedé
sola. Cuando cumplí los dieciocho reabrí el bar que alguna vez atendió mi
padre. Ya pasaron veinte años que no sé nada de él. ¿Entendés ahora porqué no
quiero que lo intentes?
Rosaura
había hablado por diez minutos sin parar mirándome fijamente a los ojos. Cuando
concluyó fue ella la que me besó. Frente al fuego que ardía en el hogar hicimos
el amor y nos quedamos dormidos.
Estuve viviendo con ella
durante un mes. Cuando llegó el momento de partir me pidió que me quedara. Le
dije que no podía, que tenía obligaciones en Buenos Aires. No sé si lo
entendió, tampoco sé si me creyó. Antes de despedirnos me hizo prometerle que
volvería algún día y además que me olvidaría de la planta. Se lo prometí.
Dejó de llover. Allá a lo
lejos, por la ventana del bar, encima de las casas se alcanza a divisar la
cascada. Estoy sentado en una mesa justo frente a la chimenea. La joven que
atiende el lugar se llama Rosaura, como su madre. Es tan o más linda que ella.
No sabe quién soy, tampoco
sé si alguien alguna vez le habló de mí.
Yo la miro como un sueño.
Ella no puede verme.