martes, 11 de septiembre de 2012

Peonía



Hace tres días con sus noches que llueve. La tierra es cada vez más barro. En los cordones de la calle el agua corre desembocando quién sabe dónde. Las veredas están llenas de charcos y hay que caminar por ellas como gorriones, dando saltitos para no mojarse los pies.
          A esta altura ya no se sabe si el agua cae del cielo o brota del piso. Los autos salpican, los paraguas no cubren, los techos no alcanzan.
          Por suerte me encuentro a salvo. Estoy sentado en la mesa de un bar observando el espectáculo. Me agrada observar. No me gusta ser observado.
          De chico siempre soñé con ser invisible, que pudiera ver y que no me vieran, como ese personaje creado por George Wells.
          Cuántas cosas podría haber visto. De cuántas me habría enterado. De cuántas me hubiera sorprendido: un vestuario femenino, una habitación donde se toman decisiones importantes, el lugar donde se acuerda el número que ganará la lotería, una sala de tortura para conocer la cara de los asesinos.
          Probablemente habría sabido a tiempo que la tía Beba engañaba al pobre tío Juan. O que al primo Héctor le gustaban los hombres. O que mi cuñada María, la hermana de mi mujer, se acostaba con su cuñado Cacho.
          Pero no lo logré. Intenté miles de métodos. Busqué información. Hablé con médicos, con físicos, con químicos, pero nada.
          Probé distintas fórmulas. Tomé los más diversos preparados. Busqué plantas que sirvieran a tal efecto. Viajé a distintos lugares, los más remotos. Seguí pistas e indicios, pero todo terminaba en fracaso.
          Lo más cerca que estuve fue allá por 1970. Fue en Misiones, más precisamente en un pueblo llamado Puerto Piray.
La casualidad me llevó a conocer a Rosaura, una mujer tan atractiva como el bar que ella misma atendía. Llovía tanto o más que ahora y, tratando de protegerme del agua, entré.
          Los dos o tres parroquianos que estaban bebiendo caña se dieron vuelta al oír la puerta que se abría. Rosaura sonrío y me invitó a acercarme al mostrador.
          -Está todo mojado – me dijo con una voz mezcla de cantante de opera y colegiala.
          -¿Podría pasar al baño así me seco? – le pregunté.
          - Al final del pasillo, la puerta de la izquierda. Tenga cuidado con las arañas – me advirtió – mientras le preparo algo caliente para tomar.
          En menos de diez minutos estaba sentado frente a ella y una taza de café mezclado con canela y alguna otra cosa que le daba un sabor especial. Quise averiguar qué era esa otra cosa, pero Rosaura me respondió que era un secreto familiar. No insistí.
          Un par de horas después la lluvia cesó. Los parroquianos se fueron y con Rosaura ya éramos como dos viejos amigos que hace tiempo no se ven.
          Me preguntó qué andaba haciendo por esos lugares. Le respondí que estaba buscando unas plantas, que era biólogo, mentí.
          Quiso saber qué clase de plantas y si podía ayudarme a encontrarlas.
          Le mostré una foto sacada de un libro de botánica que tomé prestado de la biblioteca Moreno. Al ver la foto me dijo que ella sabía dónde podía hallarla y que si no tenía apuro cuando cerraba me acompañaría a buscarla. Le dije que me encantaría. Me sirvió más café y me convidó con una torta de chocolate y frambuesas, que ella misma había preparado.
          A eso de las dos de la tarde se dispuso a cerrar, la ayudé a acomodar las mesas y a lavar algunos vasos.
          - Listo – me dijo - ¿vamos?
          Cuando salimos la lluvia volvió a perseguirme.
          - ¿Es lejos? –le pregunté.
          - Unas diez cuadras, ¿te molesta caminar bajo la lluvia?
          - Un poco, en realidad no me gusta, pero bueno, todo sea por la botánica.
          Dos cuadras más adelante el pueblo se terminó, lo mismo que la lluvia.
Nos adentramos en una especie de selva tupida, oscura, silenciosa. Rosaura me tomó de la mano y me condujo por una serie de senderos que seguramente sólo ella conocía. De golpe se abrió un claro y apareció una cascada que descargaba su furia en un espejo de agua.
          - Llegamos – me dijo.
          El sitio era magnifico, al punto que por un instante la belleza de Rosaura se vio opacada. Mis ojos se abrieron de tal manera que Rosaura me preguntó si algo me sucedía.
          - Nada, nada – atiné a contestarle – jamás pensé que existía un lugar así.
Caminamos bordeando la cascada hasta la pequeña olla donde el agua era depositada. Junto a ella crecía gran variedad de plantas que variaban desde el verde más claro a uno tan intenso que casi no se diferenciaba del color negro.
          Rosaura se agachó frente a una que tenía las hojas alargadas parecidas a las del laurel, pero más claritas y unas flores de color rosa que se abrían en varios pétalos.
- Es ésta – dijo sin dudar.
Yo saqué el libro y las comparé. Era exactamente igual a la de la foto.
- Se llama peonía – me dijo Rosaura – crecen por lo general en lugares tropicales y donde hay abundante agua, ¿te gusta?
Estuve a punto de contestarle que no sabía qué era lo que más me gustaba, si la planta, el lugar o ella. No me dio tiempo, antes que pudiera responderle me estaba besando. Su boca abarcó toda mi boca y antes que alguno de los dos pudiera reaccionar, estábamos desnudos sobre la hierba, junto a la caída de la cascada. Hicimos el amor. Perdimos la noción del tiempo. Pudieron ser minutos, tal vez horas. Cuando nuestros corazones recuperaron el ritmo normal y el sudor de nuestros cuerpos desapareció, Rosaura me preguntó:
- ¿Para qué buscas esta planta?
Yo sentí que la cara se me encendía. Me debo haber puesto tan rojo como un hierro incandescente.
Ella insistió.
Yo sin atreverme a mirarla a los ojos le respondí:
- Quiero hacerme invisible.
De pronto el rostro de Rosaura palideció. Estás loco, no lo intentes, me dijo. Se paró de golpe y comenzó a vestirse. Yo la imité.
- ¿Por qué decís que no lo intente?
- No quiero hablar del tema, si hubiera sabido para qué querías la planta no te traía.
Por primera vez desde que la conocía, unas horas apenas, su voz sonaba seria, seca, como la de una madre reprendiendo al hijo.
Después de decir esto, empezó a caminar por donde habíamos llegado.
Yo la seguí. A mitad del camino me di cuenta que no había arrancado la planta que fui a buscar. Regresé por ella. Una vez que la tuve en mi poder, apresuré el paso para alcanzar a Rosaura. Lo logré recién en el extremo superior de la cascada. La tomé de un brazo y la atraje hacia mi cuerpo.
- Qué te pasa, por qué decís que estoy loco, que no lo intente.
Ella bajó la vista. Unas lágrimas como pequeños cristales le asomaron en los ojos. Me abrazó muy fuerte y me susurró al oído: “Haceme caso, no lo intentes, yo sé porqué te lo digo”, luego me besó con más ímpetu que la primera vez.
Recorrimos el camino de vuelta sin decir una palabra. Al llegar a la selva comenzó a llover. Cuando entramos en el bar los dos estábamos empapados. Rosaura prendió un hogar a leña, nos quitamos la ropa, que pusimos a secar, y nos sentamos frente al fuego. Intenté besarla pero me rechazó. Las llamas iluminaban su rostro, sus pechos, su pubis. Ahora, frente al fuego, la encontraba más bella, más sensual. Sus labios eran una tentación para ser besados. Lo volví a intentar y justo antes de lograrlo ella habló:
- Mí padre lo consiguió, se hizo invisible y nunca más supimos de él. En ese entonces yo tenía nueve o diez años. Ya hacía algunos años que lo veía con plantas que mezclaba con líquidos de colores extraños. Y probaba, y fracasaba. Y volvía a probar, y volvía a fracasar. Hasta que un día lo vi regresar de la cascada, traía una planta con flores rosas. Una peonía. Entró en el galponcito del fondo y nunca más lo vimos. Mi madre y mi abuela sabían en qué andaba, así que no se sorprendieron. Fueron al galpón, le hablaron a la nada, pero no obtuvieron respuesta. Pensaron que en algunas horas él volvería a materializarse. Llegó la noche y el otro día y el siguiente. Nunca volvió.
Jamás hablamos sobre lo que sucedió. Mi abuela murió días después y mi madre al año siguiente. Yo me quedé sola. Cuando cumplí los dieciocho reabrí el bar que alguna vez atendió mi padre. Ya pasaron veinte años que no sé nada de él. ¿Entendés ahora porqué no quiero que lo intentes?
          Rosaura había hablado por diez minutos sin parar mirándome fijamente a los ojos. Cuando concluyó fue ella la que me besó. Frente al fuego que ardía en el hogar hicimos el amor y nos quedamos dormidos.
          Estuve viviendo con ella durante un mes. Cuando llegó el momento de partir me pidió que me quedara. Le dije que no podía, que tenía obligaciones en Buenos Aires. No sé si lo entendió, tampoco sé si me creyó. Antes de despedirnos me hizo prometerle que volvería algún día y además que me olvidaría de la planta. Se lo prometí.
         
Dejó de llover. Allá a lo lejos, por la ventana del bar, encima de las casas se alcanza a divisar la cascada. Estoy sentado en una mesa justo frente a la chimenea. La joven que atiende el lugar se llama Rosaura, como su madre. Es tan o más linda que ella.
          No sabe quién soy, tampoco sé si alguien alguna vez le habló de mí.
          Yo la miro como un sueño. Ella no puede verme.