Parado frente al viejo club, recuerdo las más lindas horas de mi
adolescencia, allá por la década del ochenta.
Unos años antes, más precisamente en 1962,
según constaba en los registros de la época, había llegado aquel grupo de fenómenos para defender los colores de nuestra institución.
Los más memoriosos contaban, mientras se tomaban una copita, que entraron los
once juntos, todos pulcramente vestidos, todos igualitos, todos tan callados y que, en pocos partidos, se ganaron la
simpatía de los que frecuentaban el lugar.
También decían que, como en todo equipo,
no faltaba la gran figura, y ese era, sin duda, el número 9. Si me parece que todavía lo veo moverse con
sus pantaloncitos cortos, ajustados, bien al cuerpo, y esas medias tan
perfectas y alineadas bajo las rodillas, que todos admirábamos tanto. Corpulento, de movimientos toscos, parecía estar parado en el medio de
la delantera, como un árbol en medio del bosque, pero a pesar de eso no paraba de
hacer goles.
Era frecuente escuchar que estaba un
tanto distanciado de sus dos wines, que, a pesar de ello, lo abastecían para el gol. Con
los volantes la única relación que tenía eran los pases que le daban para que él
terminara la jugada dentro del arco contrario. Con los defensores directamente
no tenía diálogo y con el arquero tenía una pica especial. Lo tildaba de petiso
para el puesto y de tener poca movilidad debajo de los tres palos. Si hasta en más
de una oportunidad lo acusaba de no tener manos. A estas ofensas el guardavalla
decía de él que era de madera y que tenía menos movilidad que una palmera en
medio del desierto.
Pero el 9 le cerraba la boca a todos
haciendo lo que mejor sabía: goles.
A lo largo del tiempo, es decir mientras
que estuvo en el club, recibió muchos apodos. Los más veteranos le decían “La Fiera”,
por el gran Bernabé; los de la generación de mi padre, “El Nene”, por Sanfilipo;
los de mi edad, “Pelado”, por Ramón, y los más jóvenes, “Titán”, por Martín
Palermo. Pero la mayoría lo conocíamos como “Madera” o “Tronco”, por su manera
de acomodar el cuerpo como si fuera una tabla.
Aquel 9 le dio al club grandes satisfacciones. No
importaba quién condujera el timón del equipo desde fuera de la cancha, a todos
les cumplió con goles.
Tuvo alguna que otra racha mala, y
siempre se hablaba de su posible reemplazo, pero siempre era él quien terminaba
comandando la delantera.
Hubo épocas tan buenas que la cancha
quedaba chica, venían de todos lados para verlo jugar. Fueron momentos
gloriosos para él, para el equipo, y para todos los del club.
Si hasta doña Pepa, la bufetera, dejaba
de atender para verlo jugar. Ella no era la única mujer que era atraída por sus
goles. Mi vieja, por ejemplo, más de una vez, cuando venía a buscarnos al club
a mi viejo o a mí, se prendía a ver el partido.
Todo era alegría hasta que un sábado,
algo lluvioso y gris, muy cerca del
mediodía, fui hasta el club a jugar una partidita de tute con los pibes, antes
de almorzar. Al llegar vi un camión estacionado en la puerta que me llamó la
atención. Cuando entré, cuatro flacos con ropa de laburo estaban levantando el metegol.
-¿Qué están haciendo?- les pregunté.
Ninguno me respondió.
-Son órdenes del nuevo presidente – dijo, detrás del mostrador, doña Pepa.
-¡Qué se piensa!- grité.
Mauricio Martínez, el nuevo presidente,
era un pendejo ricachón. Ganó las elecciones por un par de votos a don Carlos, quien
fuera presidente por más de cuarenta años. La cosa es que este Mauricio puso
plata y prometió modernizar el club, poner juegos electrónicos y no sé cuantas
otras boludeces más, y los ignorantes de siempre le creyeron y lo votaron.
Entre otras cosas había dado la orden de
sacar el metegol, ése que le había
dado tantas alegrías al club y junto con él se iba, también, nuestro querido número 9.
Cuando me descuidé los cuatro monos
habían levantado el metegol y lo
llevaban para el camión.
Corrí tras ellos.
-¿Dónde lo llevan? ¿Qué van a hacer con
él?- les pregunté.
El que parecía estar a cargo me
respondió:
-Lo llevamos a la fábrica para reacondicionarlo,
lo pintamos, le cambiamos los arcos…
-¿Y con los jugadores qué hacen?- lo interrumpí.
-Estos de madera no sirven más, ahora le
ponemos unos de plástico y les pintamos camisetas de equipos europeos.
-¿Me puedo llevar al 9?
El flaco me miró sorprendido.
-Sí, por supuesto, ¿cuál de los dos?- me preguntó.
-El que tiene la camiseta de nuestro
club- respondí.
-¿El de la camiseta rayada?
-Sí- dije tímidamente.
Con un rápido movimiento sacó la varilla
del metegol y sacó al wing izquierdo.
-Acá tenés- me dijo, tomando al muñequito de la cabeza.
-Ese no, el 9– le dije, con un tono acongojado.
-Pero si son todos iguales- dijo fastidioso.
-Para mí no.
Puso cara de qué grandote boludo sos, sacó al 9 y me lo entregó.
Primero besé al muñequito que tantas
alegrías me había dado, luego lo apreté fuerte en mi puño y, finalmente, lo
guardé en el bolsillo del pantalón.
Los cuatro tipos subieron el metegol al camión.
No recuerdo haberles agradecido. Me dí
media vuelta y empecé a caminar para mi casa. En el camino me largué a llorar
como un chico.
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